Subí al Castillo de San Jorge sin saber muy bien qué esperar. Había leído que las vistas eran bonitas, que era uno de los puntos más visitados de Lisboa, pero lo cierto es que llegué más por curiosidad que por entusiasmo. Me gusta caminar cuando viajo, perderme un poco, y ese día el camino me llevó hacia arriba, hacia Alfama, con sus calles estrechas, su ropa tendida y ese silencio antiguo que parece flotar entre las piedras.
El castillo aparece de pronto. No es majestuoso en el sentido clásico. No hay torres puntiagudas ni salas llenas de objetos antiguos. Es más bien una ruina cuidada, una muralla que ha resistido el tiempo. Pero hay algo en ese lugar que no se puede medir con fotos ni descripciones.
Recuerdo que caminé despacio, sin prisa. Me senté en uno de los muros, con los pies colgando, y miré la ciudad. Lisboa desde allí se ve como un recuerdo bonito: tejados naranjas, el Tajo brillando al fondo, la luz cálida que acaricia sin quemar. Me quedé en silencio. Y en ese momento me di cuenta de que lo que hace especial al castillo no es lo que tiene, sino lo que te permite sentir.
No hay muchas distracciones allí. No hay pantallas, ni ruido, ni guías insistentes. Solo tú, el aire, y la ciudad extendida como una manta vieja y hermosa. Y eso, al menos para mí, vale más que cualquier espectáculo.
También vi pavos reales. No me lo esperaba. Caminaban entre la gente con total indiferencia, como si fueran los verdaderos dueños del lugar. Me hizo gracia, y también me pareció tierno. Un toque surrealista en medio de tanta piedra antigua.
Sé que no todo el mundo siente lo mismo. Entiendo que alguien suba y diga “¿ya está?”, porque no hay mucho que “hacer”. Pero a veces no se trata de hacer. A veces se trata de estar. De parar. De mirar.
Según mi experiencia, sí, merece la pena. Pero no por lo que ves, sino por lo que se despierta dentro de ti cuando estás allí.
Por eso lo recomiendo, no como un punto turístico que “hay que ver”, sino como un lugar al que ir si necesitas un momento para ti. Para respirar. Para sentirte parte de algo más grande y más viejo que tú.
No sé si todos lo vivirán así. Pero yo, ese día, en ese sitio, me sentí en paz.
Y eso, al menos para mí, lo hizo inolvidable.